En días pasados, un amigo cercano me pidió un
regalo, no era un regalo convencional,
este amigo me pedía que le regalase una cruz, de esas sencillas, de madera, que
suelen llevarse colgadas en el pecho.
Me sorprendió que él, filósofo, me pidiese
una cruz, aunque no tengo a este amigo por ateo, sino por prudente respetuosos
de la diversidad religiosa, su solicitud no dejo de asombrarme.
Con extrañeza pregunte a mi amigo: ¿para qué
deseas tú una cruz? ¿Acaso tú, al igual que muchos otros, comenzaras a utilizar
cruces como artículos cosmético, mero adorno para el pecho? Este amigo,
conociendo mi condición de religioso[1], manifestó que no era esa
su intención, sino que, con esa cruz él deseaba manifestar su respeto y
reverencia a la trascendencia, y con palabras más, palabras menos, citando a un
filósofo, que ahora no recuerdo con precisión, querían manifestar su creencia
en el absurdo, en eso que llamamos Dios. A todo esto concluí diciendo a mi
amigo –te tengo un regalo-.
El regalo que le tengo es una cruz, sencilla
tal como él la pidió. Sin embargo, antes de hacerle tan humilde obsequio me gustaría
profundizar entorno a algunos puntos que llamaron
mi atención.